En la apacible y costera aldea de Suán se hallaba un viejo cañón
enclavado entre las rocas. Era una pieza de artillería del siglo XVI
de un barco inglés que al parecer llegó hasta la costa procedente
de tierras orientales.
Los pescadores del lugar, sostuvieron durante mucho tiempo que desde aquel
cañón un joven héroe legendario defendió Suán
de los invasores durante un duro invierno. El párroco de la aldea afirmaba
por otro lado que el cañón quedó atrapado entre las rocas
como consecuencia de un naufragio. El alcalde y el guardia del pueblo decidieron
aunar las dos leyendas para contentar a unos y a otros. De esta forma, tuvo
lugar un naufragio del que solo se salvó un joven que construyó
entre las rocas un pequeño fortín y lo dotó de un cañón
para así defenderse de los invasores.
Esta historia solía ser citada en la tertulia de los sábados
por la tarde. A ella, asistían todos los hombres del lugar que en ocasiones
se alteraban por el coñac discutiendo por una y otra leyenda. El punto
final siempre lo ponía el alcalde y el guardia dada su autoridad en
la aldea. Tanto unos como otros hablaban del cañón pero realmente
quién se ocupaba de sus cuidados era Nadia, la hija de Bernard el zapatero
y Nancy la costurera. Era una niña inquieta de catorce años
dotada de un desbordante sentido de imaginación. Al principio se limitaba
a desprender el musgo del cañón. Más tarde se ocupó
de dar brillo al dolorido bronce. Entonces una tarde de verano que el sol
golpeaba con fuerza sobre la costa vio desde lejos como el cañón
brillaba con tanta luminosidad que a le pareció que cobraba vida. Desde
entonces se sentaba junto a él y le hablaba. También imaginaba
que él le contaba las historias que habían ocurrido en el barco
que encalló en la costa. Incluso llegó a enamorarse imaginando
las descripciones que el cañón le hacía de aquel joven
legendario que defendió su aldea de los invasores. Todas y cada una
de estas historias que imaginaba se las contaba a Marceau, el farero.
Nadia era la única persona que hablaba con Marceau ya que el cartero se limitaba a dejarle lo suficiente para comer y asearse sin mantener conversación alguna. Muchas noches, después de la cena, Nadia se escapaba de su casa para conversar con Marceau. La muchacha conocía la historia trágica que aisló al farero de la gente del pueblo y le sumió en una eterna soledad. Al parecer fue acusado de asesinar a su mujer y desprenderse del cuerpo. Ante la falta de pruebas y el hecho de ser el único farero de la región, el alcalde le hizo firmar un acta de exclusión de sociedad para encerrarle en el faro.
Nadia estaba convencida que Marceau no había cometido ningún delito pero no obstante debía ocultar el hecho de mantener conversaciones con él. Cansada de realizar las tareas que conlleva el negocio familiar de la zapatería, Nadia subía al faro con ansias de aprender todo lo referente al mar. Marceau se mostraba paciente con ella cuando la escuchaba y la contaba historias, relatos y anécdotas acerca de los misterios del mar. A cambio, Nadia le hablaba de la gente del pueblo, le contaba sus historias disparatadas y le traía tabaco de pipa que le robaba a su padre. Sin embargo, había días que Nadia sabía que no podía hablar con él debido al estado violento y agresivo que corría por su sangre; no le culpaba por ello pero prefería dejarle solo maldiciendo a todos aquellos y aquellas que le acusaron. Al día siguiente subía corriendo al faro para contarle la última historia que había escuchado del cañón y acto seguido, le entregaba el tabaco . Entonces, se miraban como si no hubiese pasado nada.
Nadia veía a Marceau más demacrado, delgado y sucio. Sus ojos
expresaban cansancio e ira; estaba muy preocupada. Decidió hablar con
el párroco para que intentara ayudar a Marceau pero no le sirvió
de nada. El cura habló con el alcalde y éste con Bernard el
zapatero quien castigó a Nadia sin salir de casa por mantener contacto
con el farero. Entre tanto, Nadia temía por la salud de su amigo. Se
las arregló para mantener correspondencia con él escondiendo
las cartas en la cesta que el cartero llevaba al faro. En una de ellas se
enteró que algunas gentes de Suán tramaban algo con el cañón.
Marceau, vio desde el faro como se reunían alrededor de la pieza de
artillería dos tardes por semana hasta que una tarde llegaron acompañando
a un extranjero que portaba una extraña maquina supuestamente para
extraer el cañón de entre las rocas.
Por fortuna para Nadia y el farero, el mar estuvo rabioso y agitado durante
unos días evitando la extracción del cañón por
el momento. Nadia se ocupó de averiguar que al alcalde le habían
ofrecido una gran suma de dinero para llevar el cañón a un museo
de la capital del país.
Mientras la joven niña realizaba sus investigaciones, Marceau dejó
de comer y entró en un estado de decrepitud avanzado. Una noche, salió
del faro para procurarse bebida abandonando su puesto de vigilancia. Llegó
al pueblo y tras agredir a varios habitantes de Suán, volvió
al faro. Cuando llegó la mar estaba muy agitada y el violento encolerizado
gritaba fuerte ráfagas de aire. Le costó mucho esfuerzo subir
al faro y tras entrar en la habitación cayó inconsciente. A
consecuencia de ello, un barco de pescadores se abalanzó sobre las
rocas dando muerte a uno de sus tripulantes. A la mañana siguiente
Marceau apareció asesinado por alguien del pueblo.
El alcalde en consenso popular dictaminó que fue un castigo justo por
haber descuidado su puesto y ordenó que cerraran el faro hasta encontrar
alguien que se encargara de él.
Nadia conocía una entrada secreta al faro a través de una de
sus luces. Se escondía allí de la gente y de los problemas.
A veces lloraba una lágrima por un ojo y cuando caía por su
rostro sentía que el mar invadía su cuerpo. Sentía odio
y desprecio hacia la gente de Suán y no sólo por la muerte de
Marceau sino también porque quisieran deshacerse del cañón.
Intentó hablar con su padre para que a su vez, éste hablara
con el alcalde pero de nuevo, el intento fue fallido. Bernard el zapatero
temía perder su negocio al interceder en las decisiones del alcalde
así que no defendió a las intenciones de su hija que por otra
parte las veía fruto de su imaginación.
Y por fin llegó el día más esperado para el alcalde
Suán.... el día en el que vería aumentadas sus arcas
para su uso y disfrute personal ; aunque había prometido una parte
al resto de los habitantes de la aldea, ya se las ingeniaría para engañarles.
Aquella mañana los padres de Nadia, se olvidaron de ella porque estaban
más preocupados por organizar los preparativos que tendrían
en la playa para celebrar la extracción del cañón. Escucharon
unos fuertes golpes en la puerta. Era el guardia del pueblo. Venía
a avisarles que habían encontrado a Nadia atada al viejo cañón
con una cuerda y que era difícil acceder a ella porque el mar se encontraba
muy agitado.
Todo el pueblo se concentró en el lugar. El alcalde, estaba preocupado
porque el extranjero no tuviera que aplazar la extracción para otro
día. A Nadia, cada vez se la veía menos.Bernard se acercó
cuanto pudo pero se resbaló en el intento y apunto estuvo de caer al
mar. Fue el único que vio como el rostro de su hija se perdía
con una sonrisa al mismo tiempo que su voz gritaba-nunca os llevaréis
el viejo cañón-.
Desde entonces la pesca en Suán descendió y los pescadores pensaron
que era debido a un castigo por no haber sometido a Marceau a un juicio justo
y por no haber querido defender el cañón como lo hicieron tanto
Nadia como aquel héroe legendario. Hablaron con Bernard para convencerle
con una protesta de masas al alcalde que desistiera de arrancar el cañón
de Suán. Y así el zapatero podría vengar la memoria de
su hija. Y así fue. Nadie lo impidió.
Con el tiempo esta historia se convirtió en la leyenda de la Sirena
del Cañón que surcó no solo las costas de Suán
sino del resto del país. Las gentes creían que Nadia era una
sirena que cuidaba y defendía el cañón día y noche.
En las tertulias de la taberna ya no discutían sobre la historia del
cañón ni sobre el trágico suceso de Marceau. Ahora, todas
las conversaciones giraban en torno a Nadia que fue considerada desde entonces
como estandarte de Suán. FIN.
Catín 2001
Autor: Marcos Vasconcellos Naranjo