Ramón oteó como cada mañana desde hacía sesenta
y ocho años el horizonte. Y como casi siempre, exceptuando algunas
veces que podía contar con sus viejos y anudosos dedos, nada se movía
sobre el mar en toda la distancia que su aún aguda mirada alcanzaba.
Ramón era un viejecillo menudo. Un hombre delgado, de músculos
fibrosos y endurecidos. Su piel estaba curtida por el aire y la sal y sus
manos mostraban algunas de las cicatrices que denotaban que había pescado
con asiduidad en la costa. Tenía los mismos ojos que su padre, los
mismos que todos sus antepasados fareros. Con los años los ojos, se
habían transformado en casi dos pequeñas rendijas entre los
párpados. Pero entre ellas brillaban dos pupilas que de tanto mirar
el mar habían tomado un color indistinguible entre el azul y el verde.
Cuando uno los miraba era como si se asomase al mar desde la cubierta de un
barco. Y podía sentir la profundidad del mar y la suavidad y firmeza
de las aguas en su mirada, todo a un tiempo. Pocos realmente podían
sostener su mirada porque junto con una inmensa paz sentían el vértigo
y el desasosiego de las simas marinas.
Todos los días, sin faltar uno, desde que su padre el viejo farero
se fue con la mar, cuando el contaba diecinueve años, había
subido los ciento setenta y nueve peldaños del faro dos veces al día,
al anochecer para encender la lámpara y al amanecer para apagarla y
anotar en un grueso cuaderno de pastas carcomidas los incidentes transcurridos,
hojas y hojas llenas con trazos desiguales de "sin novedad" y la
fecha del día.
Pero, los tiempos habían cambiado mucho desde que Ramón sustituyó
a su padre en el trabajo de vigía en el faro. En realidad, hacía
mucho ya que apenas si era necesario que Ramón continuase día
tras día con su tarea de avistamiento. Desde el maremoto que había
destruido el puerto siete años antes y la construcción de una
nueva factoría allá en el cabo de San Anselmo a diez millas
de allí, no se había vuelto a ver ningún barco a menos
de cinco kilómetros de la costa. Los escasos habitantes que había
sobrevivido a la catástrofe encontraron trabajo en la nueva fábrica
y sólo algunos viejos pescadores sin fuerzas para recomenzar decidieron
quedarse en sus terruchos. Pero, ya no se volvieron a ver los grandes barcos
entrando en el puerto guiados por el faro. Eran días grandes aquellos
en los que Ramón aún niño llenaba sus pulmones del olor
a pescado y sudor que emanaba de las enormes cáscaras flotantes. Arribaban
al amanecer con las bodegas y cubiertas repletas casi hasta estallar de peces
que aún coleteaban contra las tablas de madera. Ramón se quedaba
allí, las manos en los bolsillos, esperando con el corazón latiendo
ansiosamente los primeros rayos de luz. Porque entonces era como si un estallido
de colores inundase el puerto y llenase sus grandes ojos redondos abiertos
de par en par. El Sol arrancaba destellos en las escamas de los peces, en
el agua que chorreaba entre las maderas del barco, en las miradas brillantes
y cansadas de los pescadores. Jugaba el Sol con las gaviotas que con estridentes
chillidos se daban un gran banquete de peces perdidos. Y Ramón recogía
dentro de sí aquellos instantes mágicos como si ya presintiese
que algún día dejarían de existir. Y después cuando
ya todo el puerto brillaba al Sol, comenzaba en la lonja la venta del pescado
fresco y todo el aire se llenaba con los gritos de los vendedores y las gaviotas.
Algunos días, Ramón esperaba a su padre al pie de las escaleras
del viejo almacén, cerca de donde Antonio "el gerente" ataba
su barca roja. Le llamaban el gerente desde hacía tanto tiempo que
sólo los viejos del lugar recordaban el origen del apodo. Cuando era
joven Antonio había trabajado en la capital como botones del nuevo
hotel. Al menos durante diez largos años había vivido allí
y había vuelto de la ciudad diciendo palabras que nadie conocía
en el viejo pueblo; aún ahora cuando se tomaba un vino en la taberna
con el padre de Ramón pedía un "cóctel", y
llamaba "botines" a sus botas gastadas de pescador. Le gustaba el
sonido de esas palabras y utilizaba la menor oportunidad para utilizarlas.
Ramón se divertía mucho oyéndole y siempre que le encontraba
recibía de sus manos alguna concha o caracola preciosa.
Y allí al lado de su barca, Ramón y su padre se citaban para
ir a comprar el pescado del día, excepto cuando ellos mismos salían
a pescar, lo que hacían a menudo. Así que eran estas ocasiones
de fiesta para Ramón. Paseaban lentamente entre las mesas repletas
de pescado. El viejo farero regateaba y miraba con sus pequeños ojos
de oteador la calidad del pescado, hasta decidirse por uno, pero en realidad
era casi una excusa para intercambiar algunas palabras con sus vecinos y enterarse
de las últimas noticias. Después volvían juntos caminando
a lo largo de la costa, en silencio. No era el viejo farero hombre de muchas
palabras y Ramón aún de menos. Pero, se entendían bien.
El viejo farero había transmitido a su hijo todo lo que las gaviotas,
el aire y el mar le habían enseñado en las largas noches transcurridas
en la torre. Le había enseñado a imitar el sonido de los cormoranes
en celo, a separar la sal para beber agua potable, a pescar con una caña
consistente tan solo en un palo largo y un pequeño alambre al final
con un aún más pequeño gusano enganchado en él.
Pero, Ramón había aprendido además de su padre a descubrir
la tormenta que se avecindaba en los murmullos que el viento susurraba en
sus oídos y en el color cambiante de las olas que rompían contra
las rocas. A descubrir el Sol tras las nubes por la longitud de las sombras
que estas dibujaban sobre la playa. A hablar despacito con el silencio y a
reirse con el a carcajadas abriendo su boca tanto que la cara se desfiguraba
en una mueca divertida y salvaje. Y había aprendido a caminar, como
el viejo farero hacía, con respeto; si paseaba en la playa sus pisadas
acariciaban con suavidad la arena y evitaban dañar las conchas que
la marea había dejado allí. Si buscaba percebes sus pies se
fiaban de las rocas y éstas no le defraudaban; nunca le habían
hecho resbalar. Y cuando subía las escaleras del faro sus pisadas eran
firmes y seguras, con la rutina que sus ya muchos años habían
marcado en los escalones.
Ahora Ramón cada vez que miraba su amado mar recordaba aquellos años
pasados, aquella vida alegre y despreocupada, aquellos colores que poblaban
el puerto. Gustaba de sentarse sobre una pequeña roca desde donde veía
el mar golpeando los acantilados. En tiempos, aquella zona de la costa había
sido conocida como "las rocas de la muerte" porque muchos eran los
barcos que se habían estrellado contra ellas y muchos los que perecieron
en los naufragios. El mar azotaba con bravura los acantilados para luego deshacerse
en una franja de espuma blanca como la leche de las cabras de Julián
y había que conocer palmo a palmo la posición de las rocas para
no verse lanzado contra ellos.
A la izquierda del faro, el acantilado daba paso a una pequeña cala
donde las olas después de lanzar al aire millones de espumosas gotas
buscaban reposo sobre la arena. Cuando la marea estaba baja salían
a la luz pequeñas rocas diseminadas desordenadamente cerca de la orilla.
Eran rocas peligrosas para la quilla de los barcos cuando estaban cubiertas
de agua. Pero, ahora expuestas al aire y a la luz se veían indefensas
cubiertas de pequeños mejillones y lapas. Y las olas cuando llegaban
a ellas pasaban por encima como una suave caricia, con dulzura, casi como
perdiendo perdón por su anterior bravura. Hasta el azul cambiaba paulatinamente
al verde y si entonces alguien tenía ocasión de observar los
ojos de Ramón fijos en el mar podía observar como estos a su
vez cambiaban de tonalidad. Después de su padre, el mar era el mejor
maestro que Ramón había tenido nunca. El mar le había
mostrado la fragilidad de la vida y la muerte, la naturaleza del amor y del
odio. En su misteriosa profundidad había encontrado Ramón el
misterio del mundo concentrado allí y en su movimiento había
aprendido lo que significaba dar y recibir amor. No imaginaba Ramón
mayor desprecio que el del mar cuando arrogante se alejaba de la orilla ni
mayor cariño que cuando las crestas de las olas besaban de sal y frescura
la ardiente arena. No conocía grandeza de la magnitud que el mar mostraba
ante el cuando oteando desde lo alto del faro tenía ante sí
kilómetros y kilómetros de una superficie lisa y azul con reflejos
plateados que ocultaba bajo de sí insondables profundidades. Ni había
encontrado en ningún otro ser la humildad de las pequeñas gotas
de agua pulverizada lanzadas al aire desde el acantilado. Era el mar todo
y nada a la vez. Pero, Ramón había encontrado, tal vez precisamente
por ello, el amor de su vida en el mar.
Era el ahora "el viejo farero". Y el último farero del lugar.
Nunca se había casado y no tenía hijos, pero de todos modos,
sabía que aquel faro moriría con el cuando el muriese. Ya hacía
casi cuatro años que las Autoridades dieron por cerrado y muerto el
faro. Pero, Ramón no había hecho otra cosa en su vida que cuidar
de el y otear a lo lejos durante horas, así que a pesar de saber que
la luz del faro ahora apenas si servía de algo continuó a subir
y bajar manteniéndola siempre encendida como su padre había
hecho todas las noches de su vida.
Y un día de primavera, cuando los escasos habitantes del pueblo se
levantaron y miraron hacia el mar supieron que Ramón, el último
farero, había muerto. Porque allá en lo alto una luz apenas
distinguible e insignificante frente al Sol seguía avisando a los barcos
de la cercanía de la costa. Nadie subió a apagarla. Dejaron
que, al igual que Ramón, la luz se fuese extinguiendo poco a poco hasta
que quedó ya para siempre tan sólo el recuerdo del faro y sus
historias en la mente y el corazón de los ancianos del lugar.
Autora: Rosa María
Rodríguez